El 7 de noviembre de 1938, era lunes y yo tenía ocho añitos cumplidos. Vivía en casa de mis padres en la conocida FONDA GUZMÁN, en la calle Pepita Jiménez núm. 5 de CABRA (Córdoba). Estaba finalizando la Guerra Civil Española y se veía venir el triunfo del Ejército del General Franco, que entonces se llamaba el Bando Nacional.
Por aquellas fechas mi padre, Antonio Guzmán Pérez era la persona encargada de hacer las compras en el Mercado de la Plaza de Abastos, y aprovisionar la despensa de la “Fonda Guzmán” que por aquellas fechas tenía unas veinte o veinticinco bocas que alimentar de sus huéspedes. Más las comidas de otras tantas personas que acudían al almuerzo del medio día. Aparte de mi familia que no era poca: mis padres, cinco hermanos, faltaban mi hermano el mayor, que estaba en el frente y mi hermana Rosa que vivía en Tánger, también los abuelos José e Isabel por la parte de mi padre, más el personal de servicio, tres mujeres y un hombre que hacía los recados. El total que había que alimentar diariamente ascendía a no menos de cuarenta personas.
Cuento este detalle, porque en aquellas fechas la carestía de alimentos era total. Muchas veces, mi padre volvía de la Plaza de Abastos con un gran canasto vacío y que solía llevar el hombre que trabajaba como “mandadero". Aquel hombre se llamaba Juanillo y de apodo “el Céntimo": Juanillo “el Céntimo” era muy popular en Cabra.
A mi madre, más conocida por Mamá Rosa, le desconcertaba aquella situación, puesto que no sabía que poner de comer a tantas personas. Y se las tenía que ingeniar para salir del paso, ¡¡tenía que obrar milagros!!.
En estas circunstancias, tanto mi hermano Manolo como yo, solíamos alternarnos en ir todos los días a la Plaza con mi padre, por la ocasión que representaba que los vendedores pudieran darnos cinco o diez céntimos de “propinilla”, al pagar mi padre las compras, tanto en la carnicería de Eusebio Muriel o Paco Espejo, como en la pescadería de los Rodríguez y en otros puestos de hortelanos.
Aquel aciago día de otoño del 38, le tocaba a mi hermano Manolo acompañar a mi padre con Juanillo “el Céntimo”. Con el referido gran canasto, a las siete de la mañana, encaminaron sus pasos hacia el Mercado. Al pasar por la calle Buitrago, a la altura del “Bar de Morillo” (después “Joyería de Montesinos"), por debajo de la “Confitería de Rafael Fernández”; mi padre de dijo a Juanillo: -¡Adelántate y vete para la cola de las patatas, yo voy a tomar antes una copita de aguardiente!
Y así ocurrió, según lo contaban después. Tomándose la copa de anís, en esos precisos momentos se oyeron truenos aterradores, que hicieron retumbar aquella plácida mañana.
Tres aviones del bando provenientes del lado republicano dejaron caer sus mortíferas bombas de 15 o 20 kilogramos y una cayó sobre la Plaza de Abastos.
La tragedia según me contaron, fue tremenda. Mi padre corrió para el Mercado y mi hermano salió también corriendo, pero… para la casa de mis padres.
En mi casa el “cuadro” era el siguiente: mi madre, mis hermanas Carmen e Isabel, mi hermano Pablo, mi tía Sierra (que aunque vivía en Tánger estaba en Cabra en visita familiar), Concha (una de las criadas) y varios de los huéspedes que se levantaron al oír las tremendas explosiones, estaban nerviosos y asustados, paralizados, si saber que hacer...
Según me dijeron después, yo que seguía durmiendo, me cogieron en brazos para meterme en la covacha de la subida de la escalera, (que era nuestro “refugio” particular) y en esos momentos llegó mi hermano Manolo sofocado, jadeante, lleno de polvo y llorando. Al rato apareció Juanillo “El Céntimo”, chorreando sangre que le brotaba del brazo derecho, por la metralla de la bomba.
Y al rato llegó mi padre, también lleno de polvo, descompuesto y contando el desastre de lo ocurrido en la Plaza de Abastos.
Mi cuñado Rafael Mesa (que era entonces novio de mi hermana Carmen) acompañado de mi hermano Pablo, que tendría entonces 14 o 15 años, marcharon corriendo hacia la Plaza para prestar auxilio a los heridos. Mi hermana Carmen marchó al Hospital, puesto que era Ayudante de enfermera y pertenecía al llamado Auxilio Social.
Se llevaron al pobre Juanillo para que terminaran de curar sus heridas del brazo, aunque los primeros auxilios se lo prestó mi tía Sierra. Y así fue como se desarrollaron los hechos durante aquella mañana.
Al mediodía del día siguiente, martes, mis padres nos llevaron a una huerta cercana del Cementerio, propiedad de unos amigos que eran como de la familia, a mi hermana Isabelita, a mi hermano Manolo y a mí ( 12, 10 y 8 años respectivamente).
La “Huerta de Pepa” se encontraba en el cruce del camino del Cementerio y “Prado Rute” (hoy es un Vivero de Plantas).
En aquel lugar estuvimos varios días, por el temor de que volvieran a repetirse nuevos bombardeos. Este sitio lo recuerdo con mucho agrado, porque lo pasé muy bien, con mis hermanos y con otro sobrino de la conocida Pepa Gómez, muy amigo mío llamado Manolo Garrido Pérez, nieto de Dolores, y hermana de Pepa.
Pasamos unos días de juegos en aquella huerta que era una delicia. Recuerdo que yo dormía con José, el hijo de Pepa en un colchón, que al acostarnos hacía mucho ruido, ya que estaba relleno de hojas de mazorcas secas. Pasados unos días, ya más tranquilos, volvimos a casa a la rutina de siempre.
Poco más puedo contar. Según la versión de Rafael Mesa y de mi hermano Pablo, cuando llegaron a la Plaza de Abastos decían: -¡aquello es un infierno!.
Las autoridades militares los pusieron a cargar a los fallecidos en camiones y vehículos que transportaron al Cementerio, y a los heridos, los dirigieron a la Casa Socorro, que se encontraba entonces en la Placita o “Llanete” de la Iglesia de Santo Domingo.
Volvieron cerca del mediodía, cansados, cubiertos de polvo, sudor y sangre de aquella carnicería humana,. Aque trágico día había más personas que de costumbre, formando “cola” para comprar patatas, que tanto escaseaban.
La bomba que cayó en el Mercado de Abastos, lo dejó prácticamente derruido.
Murieron muchas personas que conocíamos. Un tal Enrique Montoya que era militar y se encontraba en casa durmiendo, llegado de permiso del frente, murió en su propia cama. El abuelo de la que luego fue mi esposa Otilia, que era carbonero y se llamaba Antonio Arévalo Camacho, moriría con 66 años. También morirían, un vecino de la calle de la Cruz, que lindaba con nuestra casa, llamado de apellido Barba y un chaval, muy amigo mío, sobrino del cocinero del Internado del Colegio del Instituto, llamado Manuel Basurte, amigo de mi padre. Este chaval tenía mi edad (8 años) y se llamaba Rafael Castillo Basurte...
Las bombas que cayeron en Cabra supusieron un auténtico desastre de la guerra. El balance fue terrorífico: más de cien muertos, unos doscientos heridos y decenas de casas destruidas.
En total cuentan que fueron 18 las bombas que arrojaron sobre esta indefensa ciudad que se encontraba en la retaguardia de una guerra prácticamente terminada.
Los tres aviones procedían de zona republicana, llegaron a las siete y media horas de aquel día fatídico y sumieron al pueblo de Cabra en un caos no antes vivido.