Con los veranos de la posguerra, los campamentos juveniles se convirtieron en unas de las actividades que más nos gustaban a los chavales de entonces. Los años cuarenta (1946 a 1948), fueron tiempos de carestía, de cartillas de racionamiento y de penurias, en los que el hambre hacía presa en las capas sociales más débiles y en aquellos campamentos se comía bastante bien, cosa importante.
Había campamentos fijos en la sierra o la costa y también unos campamentos que se llamaban “volantes”, porque que se desplazaban haciendo un recorrido previamente señalado que duraba entre 8 y 10 días.
Yo participé en uno de esos campamentos volantes que se desarrolló por la zona del Sur de Córdoba, concretamente entre la campiña y la subbética: Aguilar de la Frontera, Moriles, Lucena, Rute y sus zonas más interesantes, la Laguna de la Zóñar, la Ermita de Ntra, Sra. de Araceli, la Serranía de Rute... Y recuerdo con nostalgia que hicimos un recorrido muy bonito e interesante.
Partimos de Cabra en tren hasta Córdoba, una vez en la capital nos dirigimos a la Delegación Provincial de la Organización Juvenil Española (OJE), para proveernos del material para las acampadas, en especial unos macutos llamados Celtas, que contenían en su interior un capote para el agua y que con seis de ellos se construían una tienda de campaña, aparte: los mástiles, vientos y demás accesorios. También nos facilitaron, parte de los alimentos para los primeros días, y el resto nos lo irían facilitando en los Ayuntamientos de las localidades que íbamos a visitar.
Este “campamento volante”, quiero recordar, estaba compuesto por unos treinta chavales, todos de Cabra y bajo las órdenes de un Jefe de Campamento que se llamaba Alejando Navarrete Valenzuela, que no era de Cabra, pero era como si lo fuera, un Sub-jefe llamado, creo recordar, Francisco Reyes, un Secretario, mi buen amigo Pepito Figueras, y como Intendente, un servidor, Salvador Guzmán Arroyo.
Aquella primera noche dormimos en Córdoba en un edificio que le llamaban la Puerta del Rincón, muy cerca de la Delegación Provincial de la OJE; en literas y camastros en el suelo. Por la mañana nos dieron el desayuno y marchamos en formación hacia la estación del ferrocarril, y cogimos un tren correo que nos dejó en el pueblo de Aguilar de la Frontera. Una vez allí, con la equipación completa, nos pusimos en marcha andando hacia la Laguna Zóñar. Acampamos muy cerca de un manantial que hay allí, y cuando terminamos de montar las tiendas de campaña nos dispusimos a cocinar. Yo como intendente a cada escuadra formada por seis compañeros, les distribuía los alimentos y les explicaba como los tenían que preparar ( Para ello disponía de una serie de recetas fáciles que mi hermana Carmen me había confeccionado), aunque casi siempre comíamos huevos revueltos con patatas fritas y algún embutido.
Por la tarde, fuimos a la laguna que resultó ser un lugar encantador, lo recuerdo como un paisaje precioso, de aguas limpias en las que habitaban gran cantidad de patos de diferentes especies. Nos dimos un buen baño y ocurrió un percance que podía haber costado un gran disgusto.
Y es que en aquella época, casi ninguno de nosotros sabíamos nadar y aunque nos bañamos cerca de la orilla, aquella laguna no era una playa, y a los pocos metros había zonas con una mayor profundidad. Un buen amigo llamado Eduardo Oteros perdió pie y comenzó a bracear muy apurado y casi se ahoga; menos mal que estaba cerca el Jefe del campamento y le echó mano para que no se hundiera sujetándolo por la cadenita de una medalla que Eduardo llevaba al cuello. No pasó, gracias a Dios, mayor desgracia, y nos sirvió de aviso para que no adentráramos en la laguna.
Dormimos en aquel paraje aguilarense y al día siguiente marchamos hacia Moriles, que estaba relativamente cerca de donde habíamos acampado. Marchamos con paso rápido para recorrer pronto los 12 o 14 kilómetros de distancia, íbamos cantando y con la algarabía propia de la edad. Una vez llegamos a Moriles, pueblo famoso por sus vinos, acampamos cerca del pueblo a pocos metros de una fuente.
Los mandos, estos éramos, Alejando Navarrete, Pepe Figueras y yo, nos dirigimos hacia el Ayuntamiento para entrevistarnos con el Alcalde que tendría que proveernos de alimentos, y que como había racionamiento para algunos de ellos, nos los canjearían por unos vales para aceite, pan, harina, etc. que retirábamos de algún comercio de la localidad. En este pueblecito estuvimos un día, y a la siguiente mañana continuamos hasta Lucena que se encontraba otros 10 o 15 kilómetros.
Cuando llegamos a Lucena acampamos en un lugar llamado el Fontanar que se encuentra hacia la salida de Lucena a Rute. Un lugar con mucha arboleda y buenas sombras, fuente de agua… idóneo para una acampada.
Mientras se montaban las tiendas de campaña, igual que hicimos en Moriles nos encaminamos al Ayuntamiento para aprovisionarnos y hacer las compras para dos o tres días que pasaríamos en Lucena y en su Ermita de la Virgen de Araceli en la bonita Sierra de Aras; por cierto que en este lugar la noche del último día de estancia para efectuar la última etapa, nos cogió una enorme tormenta en un lugar llamado La Fuente de la Plata.
En aquel paraje nos cayó el agua “a mantas” y teníamos muy cerca un tendido eléctrico de Alta Tensión que cuando recogía algún rayo “chisporreteaba” y aquello parecía la Guerra de Marruecos.
Todos estábamos muertos de miedo y Navarrete creyó oportuno alejarnos de allí, así que de noche, lloviendo a mares, desmontamos el campamento que estaba asentado en un olivar y cogimos carretera hacia arriba hasta llegar a la Ermita. Nos rodeo la oscuridad y la cima parecía “boca de lobo”, llamamos insistentemente en la puerta del santero y nos acogió en su casa, allí dormimos en el suelo, algunos tuvimos la suerte de coger una mesa y sobre ella pasamos la noche, me pareció un mullido colchón en comparación del suelo empapado del olivar.
La mañana siguiente amaneció despejado, un gran día. Hicimos nuestro desayuno en la explanada delante del Santuario y salimos para el pueblo de Rute, esta fue la etapa más larga, unos 20 kilómetros y cuando llegamos, extenuados y bastante cansados por la marcha y por la noche pasada de la tormenta, acampamos cerca en un lugar que había una gran fuente con abrevaderos de ganado. No recuerdo como se llamaba este lugar. Y entonces lo de siempre, mientras los compañeros montaban las tiendas los “jefecillos” íbamos al Ayuntamiento para las provisiones.
Coincidió que las fiestas de la Virgen del Carmen eran al día siguiente y el Alcalde nos pidió que desfiláramos en la procesión, y no pudimos negarnos y cumplimos.
Ese 16 de julio desfilamos delante de la Virgen, a paso lento… Quien conozca Rute sabe las cuestas que tiene este bello pueblo de la Subbética y a nosotros nos sentó fatal, terminamos destrozados y cuando el desfile se acabó, nos prometieron un refrigerio, que esperábamos tuviera forma de un gran bocadillo ... ¿Saben lo que nos dieron?
Unos “porrones” con “palomas” que es como allí llaman al agua fresca con aguardiente de Rute. Muy fresquito, muy rico pero no aplacaba el hambre que teníamos a aquellas altas horas de la noche, así que volvimos al campamento con las orejas gachas y cansados, nos acostamos sin cenar.
Otra anécdota que contar de nuestro paso por Rute fue que el primer día que llegamos nuestro aspecto era deplorable, sucios, llenos de polvo, guarros de verdad pero... destacaba uno que iba de “dulce”, limpio planchadito, porque cuidaba muy bien su ropa y aseo, era mi buen amigo Antonio Arenas, ya de mayor funcionario del Registro de la Propiedad.
Los demás “guarretes” le quisimos dar una broma, aprovechando que no estaba en su tienda le cogimos parte de su ropa, camisa y pantalón y lo ensuciamos a conciencia, hasta manchas de aceite y el día de la procesión iba como siempre, perfectamente limpio y nos quedamos “pasmados”…
¿Qué había pasado?… pues que confundimos la ropa, y la que ensuciamos era la de otro compañero que creo se llamaba Antonio Montes y el pobre iba como el peor de todos y daba pena verlo.
Este fue el último día de nuestro “campamento volante” y con el que dimos por terminado esta excursión que organizaba la Delegación de esta Organización Juvenil (O.J.E.), que jocosamente nos llamaban los “Niños Cactus”, porque con en pantalón corto y con los pelos de las piernas parecíamos “cactus”.
No recuerdo donde cogimos el tren de vuelta, creo que fue en Lucena y desde allí hasta Córdoba para devolver la equipación, los llamados “celtas”. Yo como era el que velaba y distribuía los alimentos pude distraer una cantimplora llenita de azúcar, que en casa celebramos días después. Entonces en los desayunos, el café se endulzaba con caramelos o con miel, pues no había azúcar, solo la poca que daban con la Cartilla de Racionamiento. Y gracias a aquella distracción, mi madre, Mamá Rosa tomó unos pocos de días su cafetito de la tarde bien azucarado...
No hay comentarios:
Publicar un comentario